Queridos anticonceptivos hormonales, llegaron a mi vida con la promesa de hacerme una mujer normal. Tenía 16 años y era tan velluda como un hombre promedio. Eso resultaba, por supuesto, inadmisible. De la clínica de depilación láser a la que había asistido como si fuera a un templo, me mandaron directo al ginecólogo, quien me confirmó lo que mis expectativas de lampiñez ya sabían: mi nivel de testosterona estaba muy alto y, a menos que lo bajara, moriría sola con un grupo de gatos comiéndose mi cadáver (palabras más, palabras menos).