Contesta o me convulsiono (Queja)

Texto publicado en Revista Nexos en agosto de 2020

Preparo un omelette que más parece arte abstracto que algo comestible; por no culpar a mi falta de talento para la cocina, culpo al sonido rugoso que me perfora los oídos cada pocos instantes. Es mi teléfono y responde incansable a la retahíla de mensajes de Whatsapps que llueven desde grupos familiares, amistosos, de propios y extraños, de amigas y hasta de empresas a las que no recuerdo haber dado mi número. Sé que si abandono mi omelette, éste terminará, como otras tantas veces, hecho una tostada de huevo, pero en mi frente empiezan a tejerse caminos de sudor. Tengo que saber qué dicen esos mensajes. Tengo que contestar. AHORA.

¿Qué esperamos al mandar un mensaje instantáneo? Esta forma de vivir la inmediatez es tan nueva que apenas estamos escribiéndole reglas de cortesía. El apartado del Manual de Carreño de las redes sociales sigue siendo tan personal que cada quien se permite indignarse con parámetros distintos. También hay algunos artistas del hacer daño que de tan ensayado que tienen ya su arte, pudieron pasarlo íntegro a Whatsapp, y, mediante muy medidos silencios, son capaces de crear expectativas y ausencias. De torturar un poco al incauto al otro lado de la pantalla. Nuevas formas de violencias chiquitas para nuevas formas de comunicarnos. Nuevas formas de indignarnos y nuevos motivos de enojo. Todos fincados en la obligación de un ahora mismo, en asumir que porque se puede lo inmediato, se debe de inmediato.

§

Veo una entrevista. En ella mi nueva ídola, Brigitte Vasallo, discute los mil y un problemas del poliamor. Pienso en tres amigas a las que les gustaría verla. Se las mando. Luego, veo un video en el que un gato de pelos blancos y esponjosos mueve sus arrogantes patitas y cae de una mesa. Lo mando al grupo “qué vivan los gatitos”, creado para este fin por un par de amigas. Media hora después, me dan una noticia buena sobre un libro y escribo un mensaje a tres humanos. Termino hablando con varias de las personas involucradas. Al final del proceso, ha pasado más de una hora y me siento seca, como después de una noche de sobreexposición social. Tampoco sé bien ya dónde estoy (bien podría ser un barco, mi sala o la luna; con la mirada puesta en el teléfono, da igual) ni qué estaba haciendo previo a embarcarme en ese intercambio inclemente de mensajes que pudieron no ser. Las redes sociales, la tecnología de la inmediatez, me ha vuelto una junkie del ahora mismo.

Ilustración: Víctor Solís

La información se banaliza al transmitirse en segundos; se digiere poco porque su objetivo es ser pasada, como una papa caliente que sólo deja una leve sensación de calor en la mano de quien la sostuvo. A veces extraño macerar las cosas en mi interior antes de compartirlas. Esperar una cita en la que veré a una persona a la antigüita, es decir de frente, y hablar ahora sí, de aquellas cosas que se quedaron dentro de mí de entre los miles de fragmentos de información que nos azotan todo el tiempo. Todo eso, dirá la desocupada lectora, sucede todavía. Sucede también el botón de silencio que simplemente acalla al maldito aparato y evita arruinar omelettes o hacer que una sesión de trabajo dure cinco horas en vez de dos por culpa de tantas distracciones. Y si todo eso se puede, ¿por qué es tan común que no lo hagamos? ¿Qué pasa con la ansiedad de un eterno ahora en pantalla que nos aleja del cada vez más utópico ahora físico?

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